CARLIN EL GATO
El gato, un tanto
golpeado y con algunas heridas, apareció por la calle en media luna y se
detuvo, en la puerta gris de madera. Carmelita se le quedó mirando y su primer
instinto fue buscar al dueño.
Llamó de puerta en
puerta, en la Calle Octava del Barrio
Puenes, y nadie parecía echar de menos al blanco con manchas negras.
Le dio leche, lo llevó
al veterinario, se gastó el poco dinero que tenía en antibióticos. El felino no
se despegaba de élla, y cuando salían a la calle la seguía como un perrito
faldero.
Una mañana se subieron
juntos en el bus, y el gato se sentó a su lado con pasmosa naturalidad, como si
supiera a dónde lo llevaba. Ese día supo que su destino estaba sellado. Lo
llamó Carlín, y aún hoy está convencida de que se trata de “un humano-gato”.
Carmelita ya no
trabajaba, había levantado la tienda del barrio, donde por muchos años, fue la
tendera, que vendía al fiado a los vecinos, que día a día hacían sus compras de
diario.
Después de casi doce
años de la muerte de su esposo, estaba buscando un nuevo sentido a su vida y no
lo encontraba, cuando le cayó del cielo el gato, finalizaba el año 2016.
“Creo en el destino, y
soy muy religiosa”, —decía—. He tomado las mejores decisiones en la vida, todas
ellas me han llevado hasta donde estoy, algo debí hacer bien. Si no, no me
explico cómo Carlín pudo llegar a mis manos”.
Nada sabe Carmelita de
la vida anterior de su gato, salvo que es “sin duda de la Ciudad”, porque
varias veces se ha perdido y no ha tardado en encontrar el camino de vuelta a casa.
“Aunque en el fondo
pienso que todos los gatos tienen una especie de guía, o Ángel de la Guarda. —Dice
Carmelita— Cada rato, nos enteramos de una historia de un gato abandonado en
otro lugar y que ha sido capaz de encontrar a sus dueños”.
Carmelita nació por
cierto a principios del siglo pasado en la hermosa población de Guachucal,
aunque —recalca con mucho orgullo—:
“Soy también de Cumbal,
porque allá nació mi Papá”. —Y cuenta— “Salimos a vivir a la frontera, cuando
la erupción del volcán; el volcán Cumbal, el más alto del sur de Colombia, en
el Departamento de Nariño”.
“En el pasado se
extraía azufre de sus fumarolas y cráter usando métodos tradicionales de
minería. Los mineros también explotaban el hielo, que en algunos meses, cubre
su cima, para ofrecerlo en el mercado de Ipiales”.
“Los
campesinos del lugar bajan a caballo la nieve envuelta en hojas de frailejón,
que abunda en la zona, y la ofrecían a los hieleros —vendedores de helados—,
quienes fabricaban deliciosos refrescos denominados “chupones”, adicionándoles
miel de azúcar, colorantes, limón, o leche condensada, excelente para matar el
guayabo”.
—Malestar de la persona
que ingiere en abundancia bebidas alcohólicas—.
El
volcán no ha presentado ninguna actividad desde la década de 1930. Cuando
Carmelita con sus padres salieron para Ipiales, huyendo de la erupción y los
temblores.
—Todo esto fue antes de
conocer al gato, cada cosa a su tiempo—.
“Hay quienes piensan
que viví con Carlín todo el tiempo, la verdad es que fue él quien me rescató de
la tristeza”.
“Y llegó de la calle, como
un perro que te viene bien, porque al tiempo que te da compañía te protege.
Pero Carlín es un gato. ¡No! un gato que necesita cierta protección, aunque
luego sea muy independiente”.
“Carlín sigue teniendo
su vida y yo le doy libertad. Pero me busca y se sube a mis hombros para
sentirse seguro. ¡Los dos nos sentimos seguros!”.
Carmelita y Carlín
forman parte indisoluble del paisanaje de la calle octava en el Barrio Puenes,
el barrio donde se fundó Ipiales, donde fraguó esta insólita redención del ser
humano a través del gato, y viceversa.
“Tengo
la sensación de que el gato entiende perfectamente de qué estamos hablando”
—Dice Carmelita sobando
con sus dedos tras de las orejas de Carlín—.
Miguel Oviedo Risueño
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