DIEZ CUENTOS PARA LEER EN CINCO MINUTOS
10 CUENTOS PARA LEER EN MENOS DE 5 MINUTOS
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Si no tienen mucho
tiempo para leer, aún tienen la oportunidad de acercarse a grandes obras
maestras de la literatura. Aquí les recomiendo 10 cuentos muy cortos.
Miguel
Oviedo Risueño
C
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ONTINUIDAD
DE LOS PARQUES
Autor:
Julio Cortázar
Había empezado a leer
la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la
trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una
carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías,
volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de
los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo
hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su
mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer
los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida.
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la
mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de
una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos.
El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había
sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado
se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.
Sin mirarse ya, atados
rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta
él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva
del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y
no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres
peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la
luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la
cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
A
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NTE
LA LEY
Autor:
Franz Kafka
Ante la ley hay un
guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el
guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y
pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
—Tal vez —dice el centinela— pero no por
ahora.
La puerta que da a la
Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el
hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
—Si tu deseo es tan grande haz la prueba
de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy
el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada
uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no
puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había
previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos,
piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz
grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le
conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un
costado de la puerta.
Allí espera días y
años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con
frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su
país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de
los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo
entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica
todo, por valioso que sea para sobornar al guardián. Este acepta todo, en
efecto, pero le dice:
—Lo
acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos
años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros
y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su
mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a
medida que envejece, sólo murmura para si. Retorna a la infancia, y como en su
cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las
pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y
convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si
realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la
oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la
Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de
esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora
no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de
la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a
agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre
ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
— ¿Qué quieres saber ahora?-pregunta el
guardián-. Eres insaciable.
—Todos se esfuerzan por llegar a la Ley
—dice el hombre—; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más
que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende
que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban
sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
—Nadie podía pretenderlo porque esta
entrada era solamente para tí. Ahora voy a cerrarla.
L
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A
MIGALA
Autor:
Juan José Arreola
La migala discurre
libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y
yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de
que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor
que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde
volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos
informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí
que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis
de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso,
vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña,
ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en
que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera
inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre
definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en
mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los
hombres.
La noche memorable en
que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y
ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible.
Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por
los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches
tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo
helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el
paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su
consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma
inútilmente se apresta y se perfecciona.
Hay días en que pienso
que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no
hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a
ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A
veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a
oír, aunque sé que son imperceptibles.
Muchos días encuentro
intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha
devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a
pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo
a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome
pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto
no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi
muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en
conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea
embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se
detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un
invisible compañero.
Entonces, estremecido
en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo
yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
U
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NA
NOCHE DE VERANO
Autor:
Ambrose Bierce
El hecho de que Henry
Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente convincente como
para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil de
persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba
realmente enterrado. Su posición -tendido boca arriba con las manos cruzadas
sobre su estómago y atadas, que rompió fácilmente sin que se alterase la
situación-, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y
el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y
Armstrong lo aceptó sin perderse en cavilaciones.
Pero, muerto... no.
Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no se
preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No era un
filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una
patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse
estaba ahora aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se
refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry
Armstrong.
Pero algo todavía se
movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano, rasgada por
frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por el
este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores
proyectaban una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del
camposanto. No era una noche propicia para que una persona normal anduviera
vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que los tres hombres que
estaban allí, cavando en la tumba de Henry Armstrong, se sentían razonablemente
seguros.
Dos de ellos eran
jóvenes estudiantes de una Facultad de Medicina que se hallaba a unas millas de
distancia; el tercero era un gigantesco negro llamado Jess. Desde hacía muchos
años Jess estaba empleado en el cementerio en calidad de sepulturero, y su
chanza favorita era la de que "conocía todas las ánimas del lugar".
Por la naturaleza de lo que ahora estaba haciendo, podía inferirse que el lugar
no estaba tan poblado como su libro de registro podía hacer suponer.
Al otro lado del muro,
apartados de la carretera, podían verse un caballo y un carruaje ligero,
esperando.
El trabajo de
excavación no resultaba difícil; la tierra con la cual había sido rellenada la
tumba unas horas antes ofrecía poca resistencia, y no tardó en quedarse
amontonada a uno de los lados de la fosa. El levantar la tapadera del ataúd
requirió más esfuerzo, pero Jess era práctico en la tarea y terminó por colocar
cuidadosamente la tapadera sobre el montón de tierra, dejando al descubierto el
cadáver, ataviado con pantalones negros y camisa blanca.
En aquel preciso
instante, un relámpago zigzagueó en el aire, desgarrando la oscuridad, y casi
inmediatamente estalló un fragoroso trueno. Arrancado de su sueño, Henry
Armstrong incorporó tranquilamente la mitad superior de su cuerpo hasta quedar
sentado.
Profiriendo gritos
inarticulados, los hombres huyeron, poseídos por el terror, cada uno de ellos
en una dirección distinta. Dos de los fugitivos no hubieran regresado por nada
del mundo. Pero Jess estaba hecho de otra pasta.
Con las primeras luces
del amanecer, los dos estudiantes, pálidos de ansiedad y con el terror de su
aventura latiendo aún tumultuosamente en su sangre, llegaron a la Facultad.
-¿Lo has visto?
-exclamó uno de ellos.
-¡Dios! Sí... ¿Qué
vamos a hacer?
Se encaminaron a la
parte de atrás del edificio, donde vieron un carruaje ligero con un caballo
uncido y atado por el ronzar a una verja, cerca de la sala de disección.
Maquinalmente, los dos jóvenes entraron en la sala. Sentado en un banco, a
oscuras, vieron al negro Jess. El negro se puso de pie, sonriendo, todo ojos y
dientes.
-Estoy esperando mi
paga -dijo.
Desnudo sobre una larga
mesa, yacía el cadáver de Henry Armstrong. Tenía la cabeza manchada de sangre y
arcilla por haber recibido un golpe de azada.
L
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OS
DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS
Autor:
Jorge Luis Borges
Cuentan los hombres
dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las
islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a
construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se
aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo,
porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los
hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey
de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo
penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la
declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta.
Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que
él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a
conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y
estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus
castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de
un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo:
"Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me
quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y
muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay
escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer,
ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó
en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con
aquel que no muere.
M
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ECÁNICA
POPULAR
Autor:
Raymond Carver
Aquel día, temprano, el
tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros
de nieve derretida caían de la pequeña ventana —una ventana abierta a la altura
del hombro— que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando.
Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el
dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
¡Estoy contenta de que
te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus
cosas en la maleta.
¡Hijo de perra! ¡Estoy
contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te atreves a mirarme
a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la
fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se
secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la vuelta y
volvió a la sala.
Trae aquí eso, le
ordenó él.
Coge tus cosas y
lárgate, contestó ella.
Él no respondió. Cerró
la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego
pasó a la sala.
Ella estaba en el
umbral de la cocina, con el niño en brazos.
Quiero el niño, dijo
él.
¿Estás loco?
No, pero quiero al
niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
A este niño no lo
tocas, advirtió ella.
El niño se había puesto
a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
Oh, oh, exclamó ella
mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
¡Por el amor de Dios!,
se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
Quiero el niño.
¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató
de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina.
Pero él les alcanzó.
Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
Suéltalo, dijo.
¡Apártate! ¡Apártate!,
gritó ella.
El bebé, congestionado,
gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra
la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño
y empujó con todo su peso.
Suéltalo, repitió.
No, dijo ella. Le estás
haciendo daño al niño.
No le estoy haciendo
daño.
Por la ventana de la
cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir los aferrados
dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba
de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus
dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
¡No!, gritó al darse
cuenta de que sus manos cedían.
Tenía que retener a su
bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó
hacia atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se
le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.
Así, la cuestión quedó
zanjada.
U
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NO
DE ESTOS DÍAS
Autor:
Gabriel García Márquez
El lunes amaneció tibio
y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió
su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún
en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó
de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin
cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con
cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces
correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas
dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a
pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba
con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho
hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos
pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió
trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz
destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si
le sacas una muela.
-Dile que no estoy
aquí.
Estaba puliendo un
diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a
medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás
porque te está oyendo.
El dentista siguió
examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos
terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la
fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un
puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado
de expresión.
-Dice que si no le
sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un
movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró
del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el
revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que
venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón
hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta.
El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero
en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio
en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la
punta de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el
alcalde.
-Buenos -dijo el
dentista.
Mientras hervían los
instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió
mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de
madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla,
una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió
que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le
movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la
mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin
anestesia -dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un
absceso.
El alcalde lo miró en
los ojos.
-Está bien -dijo, y
trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la
cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas
frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato
y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero
el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal
inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo
caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su
fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un
suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga
ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte
muertos, teniente.
El alcalde sintió un
crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no
suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las
lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de
sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante,
se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del
pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas
-dijo.
El alcalde lo hizo.
Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso
desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos.
El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de
agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo
militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la
guerrera.
-Me pasa la cuenta
-dijo.
-¿A usted o al
municipio?
El alcalde no lo miró.
Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.
L
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A
CASA DE ASTERIÓN
Autor:
Jorge Luis Borges
Y la reina dio a luz un
hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca,
III, I
Sé que me acusan de
soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que
yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi
casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están
abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que
quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios,
pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en
la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.)
Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra
especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay
una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún
atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor
que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como
la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño
y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente
oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de
las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en
vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi
modestia lo quiera.
El hecho es que soy
único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el
filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las
enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está
capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y
otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A
veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan
distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías
de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o
a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que
me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar
dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo
realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos).
Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a
visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora
volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien
decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de
arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos
buenamente los dos.
No sólo he imaginado
esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa
están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio,
un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres,
abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es
el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas
galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las
Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló
que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está
muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar
una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado
las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran
en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o
su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos.
La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente
las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una
galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó,
en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces
no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre
el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus
pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será
mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con
cara de hombre? ¿O será como yo?
El Sol de la mañana
reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna?
-dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
E
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L
RETRATO OVAL
Autor:
Edgar Allan Poe
El castillo en el cual
mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme,
malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos
edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron
sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la
imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había
sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de
las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada
en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo
y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados
con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número
verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en
sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Produjerónme profundo interés, y
quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no
solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones
que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro
cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un
gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir
completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que
rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el
sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y
la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada y que
trataba de su crítica y su análisis.
Leí largo tiempo;
contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y
silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y
extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo
coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro. Pero este
movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas
bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho
había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz
un cuadro que hasta entonces no advirtiera.
Era el retrato de una
joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por
qué? no me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron
cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un
movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que
mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación
más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo
fijamente.
No era posible dudar,
aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el
lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban
poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba,
como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio
cuerpo, todo en este estilo, que se llama, en lenguaje técnico, estilo de
viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas
favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos,
pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El
marco era oval, magnífícamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no
fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo
que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi
imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una
persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto
del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas
reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato.
Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera
estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el
candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa
de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la
historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número
correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular
historia siguiente:
Era una joven de
peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mala hora amó al pintor y,
se desposó con él.
El tenía un carácter
apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella,
joven, de rarísima belleza, todo luz y sonrisas, con la alegría de un
cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no
temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le
arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al
pintor hablar del deseo de retratarla. Más era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente,
durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la
luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso.
El artista cifraba su
gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día.
Y era un hombre
vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no
veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la
salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él.
Ella no obstante,
sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama,
experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día
para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en
día. Tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el
retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del
genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin,
cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre;
porque el pintor había llegado a. Enloquecer por el ardor con que tomaba su
trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro
de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo
borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas
semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy
pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la
dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse.
y entonces el pintor dió los toques, y durante un instante quedó en éxtasis
ante el trabajo que había ejecutado; pero un minuto después, estremeciéndose,
palideció intensamente herido por el terror, y gritando con voz terrible:
“— ¡En verdad esta es la vida misma!—
Volvióse bruscamente para mirar a su bien amada,... ¡estaba muerta!”.
M
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ARGARITA
O EL PODER DE FARMACOPEA
Autor:
Adolfo Bioy Casares
No recuerdo por qué mi
hijo me reprochó en cierta ocasión:
-A vos todo te sale
bien.
El muchacho vivía en
casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita,
de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé
preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:
-No me negarás que en
todo triunfo hay algo repelente.
-El triunfo es el
resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba.
-Siempre lleva mezclada
alguna vanidad, alguna vulgaridad.
-No el triunfo -me
interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso
de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.
A pesar de su
inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné
retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un
laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá
auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de
honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar.
Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que
exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según
afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque
la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa.
Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la
ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a
decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las
páginas de "Caras y Caretas", la gente consumía infinidad de tónicos
y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con
ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se
desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el mundo
hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.
Cuesta creerlo, pero mi
nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre
Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía
una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o
superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.
Mi nunca negada
habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a
la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia
es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas
semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha
ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante.
Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete
con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario,
me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa
estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus
mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de
dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las
cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró
fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.
-Margarita no tiene la
culpa.
Las dijo en ese tono de
reproche que habitualmente empleaba conmigo.
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