Cuento corto de Francisco Tario
Cuento
corto de Francisco Tario
Escribiré libros. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquiera otra fe o mito.Francisco Tario
Francisco Tario (Francisco
Peláez Vega. México, 2 de diciembre de 1911-Madrid, 1977) fue un escritor mexicano no demasiado conocido, y eso ha fomentado
en parte que se asocie su figura a la marginalidad con la excusa de que no
formó parte de ningún grupo literario ni se apoyó en ninguna corriente. Cultivó
géneros como el cuento, la novela y el teatro, y se le compara con Juan Rulfo, un escritor clave en la narrativa breve del siglo XX.
Un reportaje sobre
Francisco Tario publicado en ABC retrata a Tario como un
hombre atractivo, casado con una mujer muy hermosa, con cierto espíritu y
aspecto dandi, y con muchas aficiones: el deporte, los toros, el fútbol, el
piano, la vida en la naturaleza… Y fue amigo de Octavio Paz y Carlos Fuentes.
(Todo lo cual casa mal con esa imagen de marginal que se pretende dar de él. Yo
diría que fue un escritor inadvertido.
La
noche del féretro
Entró un señor enlutado, con los
zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al
empleado y dijo:
—Necesito un féretro.
Oí distintamente su voz ronca y amarga
seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho
despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la
casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.
El empleado dijo:
—Pase usted.
Y pasó el hombre sigilosamente, con un
poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita
un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones
grises, blancos o negros que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz
amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.
Mi compañero de abajo se enderezó
cuanto pudo para explicarme:
—El cliente es rico, conque tú serás el
elegido.
La noche era fría, lluviosa, y soplaba
un viento de nieve. No apetecía yo, pues, moverme de aquel escondrijo tan
tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave capita de polvo, y mucho
menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas calles tan húmedas y
resbaladizas.
El enlutado seguía tosiendo y
examinando uno a uno los féretros. Nos miraba curiosamente, sin aproximarse
demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un momento dado, pudiera
abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el dolor del
cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras
cosas su sobriedad, duración y comodidad.
De súbito, advertí sobre mi espina un
cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba el polvo ceremoniosamente con
un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa. Procuré estrecharme contra el
muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos tristes, abultados
—verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba abajo. Escuché de
nuevo su voz cavernosa:
—El finado es robusto, ¿sabe?
Fue entonces cuando pensé:
“Me llevará sin duda”.
En efecto, prorrumpió:
—Creo que me convenga éste.
Ajustaron el precio —en mi concepto,
irrisorio— y me trasladaron a un automóvil demasiado fúnebre, con las llantas
blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas frías. El cierzo me
penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra humana, en el
interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia el
pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido,
hacía girar extrañamente el volante…
Cruzamos calles silenciosas y lóbregas,
pobladas de perros chorreantes y prostitutas; avenidas iluminadas y alegres
donde la gente paseaba con lentitud, bajo los paraguas negros; una plazoleta
muy triste en la cual tocaba una banda y los militares lucían sus uniformes
nuevos; edificios de ladrillo, tenebrosos, en cuyos interiores adivinaba yo
parejas de hombres y mujeres estrujándose frenéticamente…
En tanto, mi cerebro trabajaba sin
descanso:
“¿Hacia qué lugar me conducirán? ¿Qué
clase de destino me aguarda?”.
Es preciso que los hombres sepan que
los féretros tenemos una vida interna sumamente intensa, y que en nuestros
escasos ratos de buen humor bromeamos o nos chanceamos unos con otros. Ante
todo, tenemos nombre: unos, masculinos y, otros, femeninos, naturalmente, de
acuerdo con nuestro sexo.
Mientras permanecemos en el almacén
somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es
decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre
estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra
vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará
la suerte.
Buena prueba de esto último es que hoy,
al salir rumbo al armatoste que me aguarda, un antiguo camarada se despidió de
mí de esta forma:
—Que el destino te conceda buena hembra
y buena casa…
Yo, que soy hombre, le respondí
tristemente:
—Sobre todo, eso, amigo: buena casa
para pasar el invierno.
¡Ah, esas tumbas de tierra, enlodadas y
frías, llenas de mil clases de bicharracos glotones que trepan por nuestras
espaldas y nos van destruyendo lentamente! ¡Esas tumbas ignominiosas y
endebles, en cuya superficie no hay flores ni hierba, y sobre las cuales
chapotea la lluvia sin piedad alguna! ¡Esas tumbas tan pobres, tan solas,
encaramadas allá sobre cualquier montaña o sumergidas en el corazón de un
abismo!
Cuando el automóvil se detuvo, observé
que mi llegada despertaba un interés incomprensible. Se oyeron voces humanas
de:
—¡El féretro! ¡El féretro!
Alcé los ojos y vi un edificio
cuadrado, con dos terrazas de piedra. Suspiré, aliviado. Tres hombres vestidos
ridículamente me transportaron hasta un suntuoso aposento en cuyos ángulos
ardían los cirios: esos malditos cirios que chisporrotean continuamente
abrasando nuestras entrañas con sus gotas de cera blanca. Tardé un buen rato,
no obstante, en descubrir a mi cónyuge. Entretanto, tuve que realizar
indecibles esfuerzos para contener la risa. Allí estaba yo, tendido sobre no sé
qué mueble absurdo, y los hombres desfilaban ante mí con sus levitas y sus
rostros descompuestos. Me miraban a hurtadillas y tosían o se alejaban
rápidamente. Nadie se mantenía ecuánime en mi presencia, cual si yo fuera una
especie de monstruo, culpable de la muerte de los hombres.
Una muchacha fresca y esbelta, que
despedía un olor en extremo agradable y que había deseado para mí con toda el
alma, prorrumpió al yerme:
—¡Es tan terrible y tan negro!
Distinguí su pecho duro y alto, que se
estremecía de terror, y la línea de su vientre suave, bajo la tela infame.
Otra mujer, rubicunda y fea, cuchicheó
una frase indulgente:
—¡Y las manijas son de plata!
Pero he aquí que, de pronto, un
chiquillo se me acerca y pregunta:
—¿Es para enterrar a papá?
Sentí que el corazón me dejaba de latir
dentro del pecho, que la cabeza me daba vueltas, y que me hallaba abandonado en
mitad de un túnel nauseabundo.
“¿Cómo, para papá? —me dije—. ¿No soy
acaso un hombre?”
Quise gritar, protestando. Quise
incorporarme y echar a correr sin ningún rumbo, pero no pude. Cuatro pesadas
manos, cubiertas de vello, me sujetaron por pies y cabeza y no supe más de mí.
Debí perder el sentido. Cuando desperté, un hombre gordo, hinchado, pestilente
y rubio, yacía sobre mis pobres huesos. Ardían los cirios en torno mío,
salpicándome las ropas; rezaba un sacerdote, mirando por encima de sus anteojos
a las mujeres bonitas; unos gemían con ayes velados; otros chillaban
procazmente, sin comprender el destino del hombre. Caían por tierra pétalos de
flores…
No pudiendo soportar más el oprobio de
que era víctima, hice un sobrehumano esfuerzo y derribé al cadáver. Cayó éste
con gran aparato, partiendo por la mitad un cirio que se apagó
instantáneamente. Cayó con la cabeza hacia abajo, haciendo tronar el piso.
Yo grité y no me oyó nadie:
—¡No quiero! ¡No quiero!
Todos se apresuraron a levantar al
muerto, aunque pesaba demasiado. Estaba rígido y frío como un árbol. Me dio
horror. Vi a lo lejos a la jovencita fresca, muy pálida y aterrada, con las
manos sobre el descote. Su perfume me embriagó esta vez, removiendo mis
instintos.
“¡Lograr poseerla!”, pensé con
angustia.
Pero de nuevo cayó a plomo sobre mí el
hombre ventrudo y fétido, cuyo cuerpo parecía exactamente una vejiga.
Me encogí de hombros y opté por
dormirme. Dormirme como un novio impotente o tímido en su noche de bodas.
Así lo hice. Y soñé. Soñé con dulces
muertas blancas, cuyos muslos temblaban sobre mi piel… con ricos sepulcros de
mármol, muy ventilados y alegres… Soñé, y las imágenes sibaríticas me hicieron
tanto mal, que cuando abrí los ojos y vi penetrar el sol por las vidrieras me
sentí exhausto, vacío, postrado, como deben sentirse los hombres después de una
óptima noche de continuos placeres.
Webgrafia
[amazon_linkasins=’B011ML4C4U’template=’ProductCarousel’store=’067699289644′
marketplace=’ES’ link_id=’d72617f9-d8ef-11e6-994d-61cdba19a1ea’]
https://www.abc.es/cultura/cultural/abci-cultural-francisco-tario-201204090000_noticia.html
Comentarios
Publicar un comentario